samuel noyola
COLUMNAS   

Árido Reino


La hermosa monstruosidad de los insectos, o ya agarraste por tu cuenta las parrandas

Octavio Paz declaró alguna vez que Samuel Noyola era el poeta más inspirado de su generación. Samuel desde hace algunos años es uno de los miles de desaparecidos que se cuentan en este país. Pero cada vez que lo recordamos y, sobre todo, cada vez que lo leemos, aparece.

OPINIÓN

Paloma negra

Octavio Paz declaró alguna vez que Samuel Noyola era el poeta más inspirado de su generación. Samuel desde hace algunos años es uno de los miles de desaparecidos que se cuentan en este país. Su «Nocturno de la calzada Madero», junto con «El sol de Monterrey», son históricamente dos de los poemas más emblemáticos de la Sultana del Norte. De él, además, se cuentan muchas historias, locas, arriesgadas, como su poesía; aunque sé que por ahí hay algún libro inédito, quiero contarles la historia de cómo vio la luz su último libro individual (no compilación ni antología): Palomanegra productions.

Me atreví a ser su editor en la colección Árido Reino que publicó Conarte y Mantis hace algunos años, y escribí esto en la cuarta de forros: «Por su estilo lúdico que va de la libertad del verso libre a lo renovado de las formas cerradas es considerado uno de los poetas más inspirados de su generación».

Ante estos hechos me declaro culpable y respiro aliviado porque Samuel cada vez que lo recordamos, y, sobre todo, cada vez que lo leemos, aparece.

Baila el sol

Samuel me dijo que no, que Palomanegra productions lo iba a editar Enrique Krauze en varios idiomas y que le iba a pagar una lanota.

–Miles de dólares, poeta, miles de dólares, man… Pero bueno, te haré una lectura si seguimos bebiendo.

–Va, –le contesté.

No recuerdo mucho, solo que al final una mujer que siempre estuvo acompañándolo en la lectura me dijo sonriendo:

–Yo tengo en archivo una copia de ese libro. Dame tu correo y lo descargamos.

–De una vez, –le dije.

Así que bajamos el archivo y rápidamente tenía el libro en mi computadora. Regresé a Monterrey con un plan y con un libro que considero, desde su primer leída, un clásico de la poesía mexicana contemporánea.

El libro apareció publicado a finales del 2003. Meses después Samuel llamó por teléfono (por cobrar) a mi casa:

–Óyeme poeta, ¿o sea que ahora eres mi editor? –Me dijo con voz amenazante.

–Pues sí, –contesté temerosamente.

–Chingón. ¿Y de qué color es el libro?

–Amarillo.

–¡Amarillo! –gritó Samuel desde el otro lado.

–Sí. Brillante como tus poemas, brillante como el sol de Monterrey.

–Sobres, eso me late, pero de cualquier manera voy a demandar a los de Conarte.

–Eso me encantaría, –le dije…

Supe que Samuel les habló por teléfono (a los del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León) y asustó a un par de burócratas culturales que decidieron, a partir de la amenaza, guardar los libros en una bodega. Cuando acudí a las oficinas para solicitar los ejemplares que le correspondían al autor, sin decirles nada me entregaron una cantidad considerable de libros en varias cajas (supongo que era el total de la edición). Se acercaba la feria del libro y aprovecharía para ponerlos a la venta. Vendí muchos, Samuel había creado un mito en torno a su persona. “El poeta maldito de Monterrey”, escribí en una pequeña cartulina junto a una copia de un dibujo de una calavera que Samuel había dibujado cuando me autografió Tequila con calavera.

Casi un año después una inconfundible voz me recitaba el poema «Me divierte la muerte cuando pasa» de Gonzalo Rojas, para inmediatamente decirme:

–Eres mi hermano, si así no fuera sí te partía tu madre. ¿Cuándo vienes? –me dijo eufórico en otra llamada telefónica por cobrar, que hacía desde la casa de su hermana en el DF. Ahí aproveché para informarle el éxito de ventas que era Palomanegra.

–La próxima semana ahí te caigo, te llevo algunos ejemplares y el dinero de algo así como tus regalías.

–Sobres, sirve que te digo personalmente algo muy importante que voy a hacer. –Y colgó.

Samuel me recibió en el aeropuerto de la ciudad de México, ahí mismo le entregué el efectivo y dos cajas de libros.

–Oye Sam, siempre he pensado que un poeta en algún momento de su vida debe de lucir como un indigente pero creo que tú ya alargaste mucho esa etapa.

–Es un camuflaje mi buen, detrás de esta facha de buen hombre se esconde nada menos y nada más que un buen hombre.

La gente nos miraba raro porque la verdad sí nos veíamos muy sospechosos. El intercambio de dinero y cajas sumado a la efusividad de Noyola no pasaban desapercibidos para nadie. En ese acto me regaló como parte del trato una apestosa gabardina de color púrpura.

Tomamos un taxi y nos hospedamos en el Hotel Canadá, en el centro histórico. Compramos detergente para lavar la gabardina, muchísima cerveza, hielo, dos botellas de mezcal y una de tequila, y nos enclaustramos un par de días para charlar de poesía y de planes futuros. En algunos momentos le recordé que tenía que decirme algo importante, a lo que siempre respondía con versos de  Rubén Bonifaz Nuño.

–Mira poeta sabes que “la imprudencia ejerzo del que, a tientas, ensangrienta espinas, pretendiendo gozar la flor de la biznaga”, así es que no comas ansias, ya te contaré, ya te contaré, –terminaba diciendo ante mis insistencias.

El Yo melancohólico

Cuando la bebida se acabó decidimos irnos de paseo. Salimos a desayunar y entramos al restaurante de un hotel que está frente a la alameda. En una mesa de junto se encontraba Andrés Manuel López Obrador. Samuel le gritaba que éramos poetas, que éramos de Monterrey, que éramos de izquierda. AMLO nos hizo una seña y fuimos a su mesa a platicar. Al salir abordamos el turibus. Samuel seguía bebiendo; su reserva estaba en una anforita de metal que tenía grabada la leyenda: “Bébete la poesía”. Me platicó que la ganó en una partida de póker en Buenos Aires y que había pertenecido a Roberto Juarroz. Ahora platicaba con dos bellas turistas francesas, las hacía reír mucho. El guía de turistas, molesto, le llamó la atención porque estaba bebiendo. Samuel le contestó en francés y discutieron en francés. Las turistas lo defendieron, divertidas, luego se asustaron, le dieron sus correos electrónicos escritos en un papelito y se bajaron en el Auditorio Nacional. Noyola sonreía y me dijo sin dejar de hablar en francés:

–Son las dueñas de una librería de viejo en París, les dije que tengo los tres tomos de Anthologie des poètes français contemporains, de Walch, en la edición de 1910. Mañana me ganaré 600 euros, una cena en Polanco y, haciendo cuentas, al menos ocho besos.

Inmediatamente después entabló una larga charla (ahora en alemán) con un hombre que venía sentado hasta el fondo y que, después supe, era periodista. Yo solo los observaba sin entender nada.

Con un alto ladrido se despide el día

–Estamos platicando de poesía, –me dijo al ver mi cara de sorpresa. El periodista abrazó efusivamente a Samuel y se bajó cerca de una tienda de tarots que previamente le había recomendado. Noyola se me acerca y me dice:

–¿Qué cuál lector anhelo? Al que cándido me olvida y olvida al mundo también y solo vive en el libro.

«¡Goethe es Goethe!», gritó, y el malhumorado guía de turistas le volvió a llamar la atención. Discutieron, esta vez en español, y Samuel le rayó la madre en varios idiomas. Despuecito me dijo:

– Yo aquí me bajo brother.

Cuando lo vi desde el segundo piso del turibus pensé dos cosas: Que no me dijo la cosa importante que personalmente me tenía que decir, y (no sé por qué) que ya no lo volvería a ver nunca más.

Desde la calle me gritó: «La poesía está en la calle».

Pensé bajarme y darle un abrazo. El turibús arrancó y la figura recostada en la calle se fue haciendo chiquita, luego un puntito. Recordé lo que me dijo al final de la entrevista que le había hecho unos días antes: Soy un insecto on the road. Yo solo pensé en la hermosa monstruosidad de los insectos.


Samuel Noyola
Palomanegra produccions
CONARTE/ Mantis Editores
Colección Árido Reino
2003