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Game of Thrones: un adiós a esa comunión televisiva

El reto de la última temporada de Game of Thrones era mantener esa densidad y tensión dramática, estética y moral que había manejado desde su inicio, hace ya nueve años. ¿Lo logró? Esa es la cuestión.

Fue como juntar El señor de los anillos con Los Soprano.
Alberto Nahum García, crítico español

En cada final de serie televisiva por lo general hay algo que medio equilibra la balanza del mundo discursivo que ha engendrado la serie: notamos cierta justicia, que algo medio bueno se ha impuesto sobre algo que nos incomodaba, notamos algo de esperanza al final. En GoT el final ha sido muy equilibrado, hasta armonioso. Se notaba, incluso, previsible: según el ritmo de los acontecimientos, donde la justicia al fin se impartía para los villanos, muchos hubiéramos apostado porque Daenerys terminaría muerta. Un final inevitable, sí; pero que guardaba ya poca sorpresa.

Y una temporada desigual, que en ciertos momentos se le ha notado lo fan service, que había perdido la mística de sus personajes —Arya Stark y los muchos rostros, Jon Snow, el traído de la muerte para derrotar a los caminantes, etcétera—. Sin que nos gane la nostalgia de aquellos episodios casi perfectos de pasadas temporadas, podemos decir que esta ha sido una temporada con un bajón dramático, más limpia y suave en el aspecto de los desnudos y sexualidad. Y hasta con un fondo telenovelesco, el cual tocarían apenas al comenzar esta temporada final con la secuencia gratuita de Jon y Daenerys volando sobre los dragones para terminar besándose mientras uno de los dragones los observa de cerca. Ridículo.  

Después de temporadas donde manejaron muy bien las distintas líneas narrativas, ahora parecían enredarse con los personajes que restaban. Yara Greyjoy, por ejemplo, pareciera que se hubieran olvidado de ella sino fuera porque al final aparece sentada en el tribunal improvisado que eligió al nuevo rey de los siete reinos —bueno, seis.

Los personajes estaban tan desarrollados tras ocho temporadas que parecían no ofrecer ya algún giro de tuerca. Por ejemplo, Jaime y Cersei fueron reducidos a fábula infantil donde el caballero, pese a todo y contra todo, va al rescate de su princesa atrapada en el castillo, para terminar juntos mientras el castillo se derrumba sobre ellos donde sólo ha faltado que de fondo sonara la clásica de Emmanuel todo se derrumbóooo, dentro de mí, dentro de mí. Esto, claro, se podrá interpretar también como un final redondo para dichos personajes cuyo destino estaba trazado desde el inicio de la serie: los amantes —obviemos lo de hermanos— eternos donde él vuelve siempre a ella, donde ellos vuelven a ellos.

Mención aparte merece Tyrion, quien en el último episodio se reivindica y da los discursos que terminan por afianzar el final: el que le da a Jon Snow y el que pronuncia ante el tribunal de las personas más poderosas de los reinos. El personaje mejor salvado con todo y el sabor agridulce de que terminara aceptando ser la Mano del nuevo rey para redimir sus pecados.

Y no es, como muchos dicen, que Jon Snow se mostrara idiota en esta temporada, o que a Daenerys la volvieran una loca de repente. La serie sufrió declive por otros motivos, pues estos dos ya eran así desde el inicio; Jon siempre se mostró miedoso en cada batalla, pero tenía que sobreponerse porque no había otros que lo abrigaran, como sí pasa en esta temporada. Jon siempre fue el tipo bonachón de buen corazón, pero torpe en estrategia política. Por su parte, de Daenerys no me parece injustificada su transformación en la Reina Loca, puesto que ha sido algo que los guionistas han fraguado desde el inicio, hasta culminar —y esto me parece un acierto del episodio final— con ella ascendiendo triunfante, de negro, su dragón de fondo, una bandera negra con el símbolo de la casa Targaryen en rojo: un escenario fascista, totalitario.

Jon Snow parecía ser el último reducto en la serie con algo de integridad moral. Pero, cosa curiosa, ese papel lo terminó tomando Drogon al quemar el trono de hierro, castigando así la ambición por el poder de los humanos. Drogon fue el último personaje de altura moral —claro, después de quemar vivo a todo un pueblo.

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Dos episodios me dejaron temblando, lagrimeando los ojos, el sentimiento a flor de piel: la batalla contra los muertos y la quemazón de Desembarco del Rey. Y los otros un tanto indiferente; a excepción del capítulo cuarto por funcionar como una transición narrativa hacia la apoteosis de la locura de Daenerys, pues en este vemos a la khaleesi perder a Jorah —su escudero—, a uno de sus hijos-dragón y finalmente a Missandei, su cercana consejera. Tres muertes de seres queridos en 24 horas seguro que desquician algo a cualquiera.

Lo que veíamos en pantalla durante estos dos episodios era tan espectacular que había logrado que suspendiéramos por ese rato nuestra credulidad en pos de la épica. Así pues, perdonamos ciertos excesos —como el caballo blanco salvador de Arya sobreviviente al fuego de dragón—, pero no fue suficiente para alcanzar a perdonar lo que se vendría con el final.

Pareciera que showrunners, guionistas, y demás, hubieran puesto todo su esfuerzo y talento en  los episodios de las batallas que hicieron maravillas, no precisamente narrativas, sino visuales y musicales. En uno, la noche; en otro, el día y los colores y el fuego. Dos episodios con guiones con poco diálogo —y es que últimamente a Game of Thrones esto fue lo que mejor le salió, los episodios de acción pura y caos, la batalla panorámica en detrimento del diálogo intimista e inteligente: espectaculares en su fotografía, pero que han terminado por echar abajo arcos narrativos.

Algo a resaltar en este par de episodios es la manera en que proyectan al villano. El Rey de la Noche es un ente sobrenatural que tiene presencia en primeros planos durante la batalla; vemos su rostro, es alguien palpable. Mientras que la batalla de Desembarco del Rey —penúltimo episodio— versa sobre la furia de Daenerys, y lo que menos vimos fue la cara de furia de Daenerys: sólo fuego, sangre, gritos, llantos, y un dragón en tomas lejanas quemándolo todo. Daenerys era aquí un ente incluso abstracto que tuvo poca presencia en la pantalla. Tal como es la guerra, sin un rostro claro y visible pero que arrasa con vidas inocentes y deja sociedades destruidas.

Y aunque GoT es una serie de fantasía, durante muchos momentos —inmensos momentos— calcó al mundo real, porque además de fantasía fue, sobre todo, una serie política. Y este fue uno de esos momentos.

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Lo más grave de la temporada final fue que se desdibujó el espectro grisáceo moral que existía y el asunto terminó reducido a dos bandos: buenos versus villanos. Y cuando esto sucede, entonces queda poco espacio de maniobra dramática. Gracias a esta simplificación paulatina que había sufrido la serie, casi era posible adivinar un final así donde cada villano tendría su recompensa fatal, por ejemplo, Daenerys, quien era el último personaje donde aún se pintaba ese relativismo moral.  Al fin que, como escribió la crítica Elsa Fernández-Santos en El País, estuvimos ante el cierre de una historia que ni el propio creador había cerrado.

Una teleserie no puede apostarle todo a la épica y dejar de lado la lírica. Hay quienes comentan que el final ha ido acorde al ritmo que ha llevado GoT estas últimas temporadas. Y tienen razón, para mal, pues la serie cerró en función de ese ritmo decaído y simplista.

Como dije al principio, los personajes perdieron misticismo y en función de eso se volvieron también más humanos, más cercanos a nosotros, ciudadanos del siglo XXI — y nada más humano que enfrentarse a la muerte. El final también vibró en ese mismo acorde con la llegada de la democracia, oh, el progreso humano.

No trataré ahora de hacer un pronóstico de cuándo es que volveremos a vivir, gracias a una teleserie, un fenómeno así: una comunión global, una procesión televisiva y virtual que congregaba cada semana a millones. Aquí me despido de ella. Lo que sí puedo señalar es cuál ha sido el secreto que nos mantuvo a millones maravillados durante nueve años.

Pero mejor dejo que Tyrion Lannister lo diga:

“¿Qué une a la gente? ¿Los ejércitos? ¿El oro? ¿Las banderas? Historias. No hay nada en el mundo más poderoso que una buena historia. Nada puede pararla. Ningún enemigo puede derrotarla”.