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«La ciudad me sigue contando cosas»: Héctor de Mauleón

De Mauleón ha otorgado otra voz a la ciudad de México, una metrópoli paradójica y extremosa, siguiendo la tradición narrativa de otras figuras como Tablada, Pacheco y Monsiváis; impregnada de belleza y caos, de luces y oscuridades.

Su acuciosa pluma en El Universal narra día con día una serie de atrocidades de la cotidianeidad en la ciudad de México y el resto del país, la nota roja, las tropelías políticas, pero también sus vaivenes y episodios históricos benévolos mediante su faceta de conductor televisivo en el programa El Foco y libros como La ciudad que nos inventa. 

La columna En tercera persona son como pequeñas historias de terror reales que me causan una fascinación y estremecimiento simultáneos.  Ésta es la dualidad de un ícono periodístico peculiar, sagaz, perseguido e itinerante del ex Distrito Federal que lo parió en la Santa María La Ribera de 1963, que alguna vez también fue mi barrio, donde se retrata a sí mismo en crónicas personales como “Fiera infancia”, “Gotas de lluvia sobre mi cabeza” y “Jueves de corpus sangriento” de sus libros La ciudad oculta (Editorial Planeta, 2018).

Tuvimos un encuentro durante una tarde nublada y fría de octubre en un restaurante del centro histórico cercano a Madero, la calle “donde no hay una hora del día que no conozca su pisada” para hablar sobre leyendas urbanas sombrías que ha descubierto con esa mirada aguda que acompañan sus acertados pasos, de los miedos que nos envuelven en la labor periodística y los fantasmas que nos rodean como individuos y sociedad. Es así como mediante la calidez de una comida en un restaurante tradicional, se sienta a revelarme una serie de historias que ha arrastrado consigo mientras me mira circunspecto.

De Mauleón ha otorgado otra voz moderna a una metrópoli paradójica y extremosa, siguiendo la tradición narrativa de otras figuras como José Juan Tablada, José Emilio Pacheco o Carlos Monsiváis, impregnada de belleza y caos, de luces y oscuridades, de un periodista y escritor que ha explorado sus entrañas durante años y seguirá haciéndolo hasta que su sed por contar se mitigue…que ojalá tarde mucho tiempo en llegar.

“Una vez me mandaron a buscar lugares embrujados para un especial de día de muertos de la Revista Cambio, donde trabajaba. Lo que hice fue a echarme a caminar al centro, un poco al azar. Fui a los lugares más diversos, al Palacio Nacional, por ejemplo, donde me contaron los porteros y vigilantes nocturnos que cierta estatua camina de noche, o de un padre que canta misas en latín en la catedral, o de un violinista en Bellas Artes que da conciertos nocturnos; o la monja del Café Tacuba”. Rememora uno de sus tantos periplos capitalinos.

“En la parte trasera de ahí estaba el convento de Santa Clara en 1912. Por ahí se puso un señor en un zaguancito a vender pan, conchas, leche; le empezó a ir bien y agarró el local y le llamó “Café Tacuba”. Si tú vas hoy, los meseros, el gerente, los cocineros te hablan de una monja que ven por la noche. Es una leyenda completamente arraigada, forma parte casi de la tradición del lugar; era una monja de esa orden”.

El otro día fui a ver al Hotel Posada del Sol en la colonia Doctores, ¿usted lo ha conocido?

Sé dónde está y nunca he entrado, pero conozco una persona que vivió ahí y asegura que había fantasmas. Su papá era el que cuidaba ahí, una especie de portero, ya estaba vacío; ellos nada más estaban cuidando el edificio, todavía no estaba en estado ruinoso, pero él decía que se aparecían cosas.

¿Por qué la mayoría de esas leyendas son más del centro histórico?, ¿sólo por la antigüedad?

Sí, pero están en todas partes. La antigüedad pesa mucho, sorprende a la gente humilde, de educación más escasa; y el peso apabullante de los siglos hace que esté lleno de historias. En la calle de República del Salvador hay una vieja leyenda, la cuentan Valle Arizpe y Luis González Obregón. Estos dos señores se dedicaron a principios del siglo XX a rescatar leyendas de la Ciudad de México y se encontraron muchas de tipo fantasmales y las pusieron en sus libros. Ambos cuentan la de “La mujer herrada” en la calle República del Perú. Era una mujer que vivía en amasiato con un cura y tenía un amigo que le decía que estaban pecando. Un día le tocaron la puerta en la madrugada y el dijeron que un amigo suyo, herrero, que iba a herrar la mula, regresó a su casa y a la que encontró herrada fue a su mujer de pies y manos. Esa leyenda es de 1750 y tantos y la primera vez que se escuchó fue de un sacerdote que dio un sermón, alguien la registró en un libro y empezó a correr. Ahora es un edificio de los años treinta, pero los habitantes hablan de esa leyenda y de lamentos, sombras, están convencidos que pasan cosas. Esa es una carga muy interesante del centro.

¿Por qué le gustan esos temas sombríos, no solamente en leyendas? Lo veo también en sus columnas.

Los fantasmas me han acompañado en cuanto a relatos de la infancia, mis abuelos eran unos fabuladores increíbles, les encantaba sentarse a platicar. Mi abuela era de un pueblo de San Luis Potosí que había quedado abandonado, se llamaba Vanegas, junto a Real de Catorce. Ahí vivían muchos de los mineros y tuvo un esplendor en el siglo XVIII, hicieron palacios de cantera, pero se agotaron los minerales, se empezó a ir la gente y ella creció en ese pueblo de casas abandonadas, de gente trabajando, yéndose a Estados Unidos y lleno de historias.

«Los fantasmas me han acompañado en cuanto a relatos de la infancia, mis abuelos eran unos fabuladores increíbles, les encantaba sentarse a platicar».

Yo soy de Torreón Coahuila y cerca de ahí esta Mapimí, Durango y otro pueblo minero fantasma llamado Ojuela cuya historia es muy parecida a la que usted me cuenta.

Mi abuela creció en ese ambiente e imagínate todo lo que no oía en un pueblo así. Ella creía en fantasmas y sabía que existían, nos contaban cosas que nos daban miedo, ese miedo de niño es de lo más tentador que hay, lo quieres volver a sentir siempre. ¿Y a tí nunca te han espantado?

No, no creo.

A mí una vez me pasó algo. Había un lugar que me encontré un internet, ofrecían un tour en una casa embrujada por la noche, estaba limitado de diez a doce personas y pensé que eso estaba muy bien para mi reportaje. Me dijeron que ya no había cupo porque la presencia fantasmal se enloquecía entre más gente llegaba, pero que si quería podía platicar. Me citaron como a las 5:00 pm y fue en Circuito Interior en Constituyentes, colonia San Miguel Chapultepec. Entré a un lugar rarísimo donde estaban las paredes pintadas con grattitti por dentro y me pasó algo muy raro, no pude voltear, sentí una presión, encontré la puerta, crucé un hall donde sería la sala- comedor. Me senté a esperar al entrevistador. Nunca pude voltear a la derecha para ver el resto de la casa, no sé… nunca pude. 

¿Ese lugar todavía existe?

Sí, bajó ese chavo y me contó que antes era una casa de antigüedades, pero empezaron a pasar cosas, tomaron la casa y la llamaron “La Moira”, y albergaba artistas, fotógrafos, no del circuito comercial. En lo que estaban arreglándola se secaban las plantas, se morían las mascotas, les pasaban cosas raras a todos. Resultó que pasaban tantas que se empezaron a ir los artistas y llamaron a parapsicólogos y gente que les explicara qué estaba ocurriendo. Cuando yo me senté para empezar la entrevista, me llegó un olor que fue tan intenso que me movió un poco, no era físico, me rozó la nariz y al mismo tiempo estaba con que no podía voltear a la derecha. Esos psíquicos habían detectado tres presencias: una muy violenta que llamaban “Carlos”, que azotaba puertas y tiraba vasos. Luego había otro de una mujer que llamaban “Sandra” y la tercera era de un niño, quien se manifestaba dejando olores por donde pasaba. Yo no le dije nada, no le dije que cuando me había acercado me envolvió un olor, algo que no sé qué era, pero muy triste.

¿Qué lugar le ha faltado por explorar al que no haya podido acceder?

Pues creo que ya he entrado a todo. Una vez entré al atrio de la catedral y ahí hay unas ventanas arqueológicas. Entras primero a la catedral antigua que hizo Hernán Cortés y atrás bajas cinco metros a Tenochtitlan, está el piso de una calle original y eso sí está aterrador. ¿No se te hace?

Me cuesta trabajo imaginarlo.

Es como si te asomaras y es un piso de hace cinco siglos y agachándote, arrastrándote, bajas a unas escalinatas, pasas a una habitación que era una sacristía, nomás queda el piso y de repente bajas una cala de tres metros. En el lodo están metidos cráneos, huesos, dedos, ese fue el primer cementerio de la ciudad, los que están ahí son los primeros pobladores. De hecho, toqué uno de esos huesos, no sé ni para qué lo hice, toqué a un güey que se murió hace 500 años. Y hay agua porque se filtra la lluvia y hay unos helechos, la temperatura desciende como cinco grados. 

¿Es fácil respirar ahí?

Hay mucha humedad y calor. Acabas empapado en sudor.

El asunto no es cómo llegar a esos lugares, sino cómo salir, no me refiero físicamente.

No, pues es fuerte, ¿ya ves como sí quedan cosas?

Para ser sincera, hace mucho que no entro a la catedral, a ninguna iglesia, pero cuando era niña me traían de paseo a la ciudad de México y había cosas religiosas que me parecían perturbadoras. A los ocho años, mi mamá me enseñó ahí la figura de una santa que se llamaba Felicitas que tiene huesos en las plantas de los pies. Me lo dijo con mucha normalidad y eso me cimbró. No sé qué tan devoto sea usted…

Nada.

Hay gente que les parecen normales ciertas cosas, como que paseen los supuestos restos de un santo o del Papa, y que a nadie le conste que lo sean…y los que no pensamos como ellos no lo vemos así. 

(Se ríe) Es atroz, ¿verdad? La catedral está llena de astillas de la cruz. En las capillas hay relicarios. Supuestamente alguien las tomó y tienen un valor, y están en lugares especiales. Debajo de la catedral hay una pirámide y es una experiencia también muy dura, porque bajas por una escalera de caracol que está atrás, te metes a una cosa que tiene unos pilotes que es como un estacionamiento de concreto y vas agachado. Das la vuelta y de repente ves el talud de una pirámide, de un templo con unos círculos con figuras y es lo que queda de esa ciudad.

¿Cómo es su metodología?

Me gusta mucho ir a la hemeroteca, leer periódicos antiguos, busco historias que me fascinen y encuentras una y la empiezas a seguir. Por ejemplo, yo no sabía que había una mujer en la Colonia Roma que en los años cuarenta les practicaba abortos a las “señoritas elegantes” y se deshacía de los cuerpos echándolos en la taza, los cortaba y los tiraba por el drenaje. Abajo había una tienda de abarrotes y se les tapó un día; es horrible. Le hablaron a la policía cuando vieron las piernitas de un niño y se hizo un escándalo. Eso lo encontré casi al azar, ya después pedí los periódicos de todo el proceso, del juicio hasta que ella se suicidó y me di cuenta que la ciudad me había contado una historia de manera impensable.

¿No será que esas historias llegan a usted y no al revés?

Pues puede ser, pero me las cuenta la ciudad. Era como cuando mis abuelitos me contaban historias, eran fabuladores y ahora creo que la ciudad me sigue contando cosas y he encontrado muchas.

«Yo tengo sed de contar y cada historia es un camino, desde que se te aparece te va diciendo más o menos por donde vas a entrar, junto con la forma, a mí me pasa. Hay unas que no cuento o que he perdido o no he sabido contar».

¿Será que todos esos personajes quieren una vía para salir y nos buscan a nosotros los periodistas?

Hay que tener una forma de mirar, yo tengo una, y me deja ver muchas que están ahí y que encierran secretos, es en lo que me fijo. La verdad es que es padrísimo porque todo está repleto de historias, solo hay que jalar el hilito y aparecen.

Estoy de acuerdo con eso, pero el problema que veo es cómo se cuentan, porque medios los hay: internet, redes sociales, blogs, y sobre todo buscar un fundamento porque puede quedarse en un rumor o chisme de “me contaron tal cosa”.

Se puede contar de muchas maneras, hay una libertad inmensa para la escritura. Yo tengo sed de contar y cada historia es un camino, desde que se te aparece te va diciendo más o menos por donde vas a entrar, junto con la forma, a mí me pasa. Hay unas que no cuento o que he perdido o no he sabido contar.

¿Qué otros lugares le gustan para contar? Porque todo puede ser muy chilango.

Yo estoy enfrascado con diez libros sobre la ciudad de México antes de que fuera “chilango”, pero quiero hacer uno de relatos de cosas que me han pasado, porque cuando viajo siempre ocurren cosas dignas de un cuento. Una anécdota te da pie para un relato, pero todos los relatos se nutren de anécdotas, de vivencias personales o de cosas conversadas. Héctor Aguilar Camín escribió un libro que se llama Historias conversadas, de puras cosas que le contaron y es un libro delicioso porque está escrito por un gran conversador, de una familia de conversadores. Es como si yo la hubiera conocido a usted y me contara toda una historia que a mí me impresionara muchísimo, entonces yo escribiera el relato de cómo nos conocimos y de cómo se dio la historia y la cuento y eso se vuelve literario, pero todo es susceptible de ser contado. Yo creo que todas las cosas pasan para que las escriban.

Bueno, también dependiendo qué cosas, pero hay otras que no se pueden decir, por intimidad, porque puede afectar a alguien más, a uno mismo o si usted me dice “esto es off the record” yo tengo que respetarlo y viceversa

No, yo nunca he traicionado una confidencia, me quedaría como periodista sin fuentes. 

Seguro le han de contar muchas historias todos los días, yo creo que tantas como para volverse loco, ¿Qué hace para mantener su cordura?

No sé… a veces no puedo dormir, a veces tengo miedo…

Le creo, lo lamento mucho y estoy consciente de eso.

…pero sí he visto y he leído y me he enterado de cosas horribles

Lo que uno no puede decir se lo tiene que guardar, y eso también hace daño, ¿cierto?

Sí, pero yo creo que alguien tiene que dejar registro de esto. Como cronista hay que dejar un registro de estos años de México. Yo lo veo todo como historiador, tengo un poco de formación. Yo me daba cuenta cuando revisaba los diarios de la revolución que siempre me he quedado con ganas de saber los detalles de las cosas y hacía falta que alguien contara sus verdaderos horrores.

A diferencia de usted, a mí no me contaban historias mis abuelos, no eran fabuladores, me contaban anécdotas, vivencias de la familia, pero no propiamente leyendas, pero también de esas yo me formaba una idea de cuáles era mis orígenes.

Eso te va dando una libertad de imaginación porque todas esas historias te hacen echarla a volar. Mi abuelita me contaba que su abuelita le decía que durante la Intervención habían entrado los franceses al pueblo, “el día de la aurora boreal”. Eso es maravilloso. Nosotros no decimos eso. Literariamente hay una carga explosiva en una frase así.

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