Vinipiel

¿Será posible llegar al espacio interior acompañado de chelas paparruchas?

Vivimos en una sociedad alcohólica, y la cerveza es la droga pop por excelencia. Imagino un paisaje apocalíptico: ¿qué va a sucederle a los millones de bebedores que haya regados por ahí cuando llegue el día en que la cerveza se acabe?

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OPINIÓN

Las alarmas se encendieron cuando la cajera del oxxo me dijo que no había caguamas y que me fuera resignando porque no iba a haber más. “A lo mejor hasta el otro mes resurten, la fábrica ya no está produciendo cerveza”. Luego, desdeñosa, me señaló unas cuantas latas sueltas en el refrigerador, como diciendo “agarre esas migajas”. Me eché para atrás al ver lo que me ofrecía. La urgencia de vivir mi presente plenamente me volvía más severo de lo común, dueño de una exigencia incorruptible. 

Los mexicanos estamos divididos en dos pandillas: los que prefieren lo producido por la Cervecería Cuauhtémoc Moctezuma (hoy día subsidiaria de Heineken) y quienes destapan lo que Grupo Modelo despacha. Quien esto apunta pertenece al segundo bando, y justo por eso me mantuve alejado del oxxo hasta que la cadena decidió tenderle la mano a la chela que fabrica Modelo. Dos caguamas de Modelo Especial llevaba yo en mi bolsa violeta para el mandado con doble asa reforzada (obsequio de Rhythm & Books, he de contar), cuando la encargada del minisúper me salió con su chistecito para así invitarme a agarrar unas miserables XX. 

James Graham Ballard llegó a revelar que el único futuro que importa son los próximos cinco minutos. Además, remataba asegurando que ese porvenir inmediato se asoma inexorablemente aburrido. Filosofía punk al servicio de la ciencia ficción. Con esto en mente corrí a casa con las manos vacías para, frente a la pantalla de la laptop, enterarme de lo que pasaba. “Tiempos inéditos merecen respuestas inéditas”, anunciaba la página en Facebook de la cervecera; “pusimos el alcohol de nuestra cerveza Corona Cero al servicio de la salud y lo convertimos en miles de botellas de gel que donamos a la fundación IMSS”. La empresa, se contaba más adelante, también donó agua potable “para hacerla llegar a quien más lo necesita”. El aviso no dejaba espacio para dudar, clarísimo lo explicaba: “Sí, dejamos de producir cerveza”. A continuación algunos aplaudían el acto, subiendo fotografías del gel en cuestión. Muchos likes hubo entonces, y hartas quejas virtuales también. 

No voy a discutir sobre la trama que hay detrás de una acción de esa calaña. Sólo quiero recalcar que vivimos en una sociedad alcohólica. No hay más. Y la cerveza es la droga pop por excelencia. Imagino un paisaje apocalíptico: ¿qué va a sucederle a los millones de bebedores que haya regados por ahí cuando llegue el día en que la cerveza se acabe? ¿Cómo va a arreglárselas el sistema de salud a la hora de contener a todos los que, con los nervios deshebrados, exijan auxilio ante el síndrome de abstinencia? “Se puede vivir sin cerveza, no mamen”, escribió una usuaria de Facebook ante los mensajes desesperados que algunos teclearon. Pobre mujer, definitivamente escribió desde la amarga sobriedad, desde la perspectiva de quien no comprende que sólo nos quedan cinco minutos adelante y que la mejor manera de hacerlos menos aburridos es, sí, bebiendo.  

El encierro necio que nos abruma se aligera asomándose a la ventana tras destapar una cerveza. Uno sorbe para sentir la brisa infernal de esta primavera maldita y malita sin extraviar los latidos.

No se puede vivir sin cerveza tal como no se puede vivir sin tabaco. Ni sin café ni refrescos. Ni sin mariguana ni lo que se nos ocurra después. Los animales humanos que se rajan el lomo trabajando requieren de esas sustancias para abrir un paréntesis -a veces breve, en ocasiones de varias cuartillas de duración- en el trajín machín del día a día. Esas drogas representan el oasis ante el que inclinan el pescuezo las bestias del desierto cuando la máquina esta por desvielarse. Una chela bien helada, en el momento preciso, opera como el aceite que hacía que Robocop empuñara la fusca con el pulso duro y a los mafiosos en la mera frente les incrustara el plomo.  

¿Qué va a sucedernos ahora? ¿Cuántos nos veremos obligados a entrarle a bebidas paparruchas como la Sol, la Indio y la Tecate? Jesús: cierto es que te dejamos solo hace unos días en Iztapalacra, en la punta de aquel cerro estrellado, pero no te ofendas; enséñanos esa mejilla rosadita, muéstranos algo de luz, por favor. El encierro necio que nos abruma se aligera asomándose a la ventana tras destapar una cerveza. Uno sorbe para sentir la brisa infernal de esta primavera maldita y malita sin extraviar los latidos. La malta oxigena el espíritu y su espuma hidrata el alma. Justo lo que requerimos ahora con tal de respondernos la pregunta fundamental que a un célebre libro le puso título: ¿Por dónde se va al espacio interior? 

Éste no es el fin. Aunque atravesemos tiempos inéditos, tal como los que hacen cervezas apuntan. Sin embargo, más allá de la fuerza de nuestros respectivos sistemas inmunológicos, sobrevivirán a estos días de encierro quienes alcancen a explorar –y recurro de nuevo al mundo de Ballard- sin escafandra, ni la más remota idea de lo peligroso que esto resulta, su indómito espacio interior. Y ni modo, esto tendrá lugar con la compañía de chelas paparruchas  

Las cosas, triste es aceptarlo, siempre pueden ir peor.