Rutas de canciones

El disco de Mimi

Llegué a casa, abrí una Carta Blanca y coloqué el disco en la tornamesa. Entonces vi un pequeño detalle en la portada. En la parte superior izquierda estaba inscrito el nombre de una mujer y un número.

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Es sábado por la tarde, momento que encontré para una de actividad que vengo haciendo desde hace varios años: escuchar discos. Voy al refrigerador, tomo una cerveza y mi vaso favorito, destapo y sirvo. ¿Por quién empezamos? Big Star, Arcade Fire, Bruce Springsteen, Dungen, hasta llegar al headliner Bob Dylan. Como buen fan se me dificulta decir que hay un disco mejor o peor, pero el inicio del Nashville Skyline me mata cuando por la ventana veo escurrir el sol. 

Los discos en formato vinyl tienen muchas razones para ser especiales. Son toda una experiencia, se tienen que escuchar de principio a fin y esto te hace regalarles toda tu atención. Bueno, sí se puede saltar de canción en canción, pero no es mi caso. Aunque suelo adquirir solo discos nuevos, sellados en las tiendas o recién salidos de las mismas disqueras, con solo un intermediario, también los discos de segunda mano tienen su encanto. Tomar ese viejo empaque, mirar la portada en todo su esplendor, notar el paso del tiempo en cada esquina desgastada.

En octubre del 2016 me quedé sin trabajo y recibí mi primera liquidación. Había trabajado cuatro años y medio entrevistando a músicos, cubriendo festivales y conciertos, y coordinando programas. Estaba hasta la chingada de hacerlo, mi vida era el trabajo y me dejó algo de tristeza y cansancio. Me moví a una casa a la que mis padres habían estado postergando su mudanza porque, por alguna razón, habían cambiado todos los servicios ya en ella.

Lo primero que hice fue comprar una tornamesa a un skinhead que vendía discos de vinyl en el Mercado Fundadores. Le pregunté por varias dudas del mantenimiento y nos hicimos compas. Mis salidas se convirtieron en visitas al local de César; ahí platicábamos de música por horas y escuchábamos varios discos que le terminé comprando. “No mames, tienes el Nashville Skyline”, le dije un día. “Simón, ese le encanta al Gringo”, me contestó, en referencia otro locatario del lugar. Más tarde iba de regreso a bordo del 209, con un disco de Dylan envuelto en una bolsa de Soriana. 

Llegué a casa, abrí una Carta Blanca, coloqué el disco en la tornamesa mientras sostenía la portada en mis manos. Entonces vi un pequeño detalle. En la parte superior izquierda estaba inscrito el nombre de una mujer y un número, que yo asumí de casa: “Mimi Reichert B325”. Recordé los discos de mi madre, ella rayaba las portadas con su nombre. Seguramente es el nombre de la anterior dueña de este disco. ¡Increíble! Cuarenta años atrás este álbum era sostenido por las manos de Mimi, quien veía al joven Bob con su sombrero y su guitarra, sonriendo a la cámara. ¿Cuántas veces viajó este disco bajo el brazo de Mimi camino a casa de alguna amiga? ¿Fumaron y bebieron Budweiser o tal vez Miller mientras escuchaban la voz de Johnny Cash en el primer track? ¿Sentirían lo mismo que yo siento con esta canción? Ni tengo ni idea. 

Un día una persona se levantó a trabajar, llegó y empacó este disco. ¿Cómo fue su día? A lo mejor odiaba ver la cara de Dylan mientras colocaba el vinyl en el papel y luego en el empaque. ¿Y si este fue un disco de prueba en la tienda de discos? Tal vez lo compraron los padres de Mimi. Nunca lo sabré. Pero cada que lo escucho pienso que tener este disco en mis manos es otra forma de conectar de alguna manera con todas esas personas que jamás conoceré.