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Scott Walker, el corazón oscuro del pop

Tras un repaso por su discografía, uno se pregunta cómo Walker pasó de cantar baladas con sus hermanos, The Walker Brothers, a «recluirse» en la «selva» de la experimentación; en el sendero del riesgo desmesurado y la autoexclusión de los charts. El cantante estadounidense falleció hoy a los 76 años.

Si se pudiera equiparar al cantante, músico, compositor y productor vanguardista Scott Walker, con un personaje conocido, sin duda eligiría al Coronel Kurtz, de Apocalipsis Ahora (Ford Coppola, 1979). Y no porque Scott se haya vuelto loco (no, hasta donde tenemos entendido), sino por haber elegido un camino muy poco convencional en la carrera musical -así como Kurtz en el militar-: la disidencia y el exilio.

El diablo disfrazado de ángel

Tras dar una repasada exhaustiva por su discografía, uno se pregunta cómo Walker pasó de ser un chico bonito, con pelo de casco, fotogénico, cantando baladas crooner junto a sus hermanos, The Walker Brothers, a «recluirse» en la «selva» de la experimentación; en el sendero del riesgo desmesurado, de la autoexclusión de los charts de Billboard y las entrevistas en programas de revista. El famoso sencillo de los Walker Brothers «The Sun Ain’t Gonna Shine Anymore» ya anunciaba pequeñas pinceladas del genio transgresor en ciernes, pero apenas era el comienzo.

En 1967, Scott comenzó una carrera de solista que lo catapultaría a la fama y reconocimiento -sobre todo en el Reino Unido, no tanto en su natal Estados Unidos-, pero que a la vez expondría la peor de sus debilidades: el precio a pagar por exponerse al mundo.

La «Scottización» del Pop

Scott 1 parece no traer oscuridad, pero lo mismo dijeron del Caballo de Troya. La alegre «Mathilde», el country de «The lady came from Baltimore» o la balada «The Big Hurt» parecen anunciar convencionalidad, pero en «Such a Small Love», en la segunda parte del disco, se comienza a percibir esa dualidad -que se convertirá en sello- entre una canción ordinaria y ese «grillito» diabólico que invita a quemarlos a todos con una disonancia inesperada y no solicitada.

Scott 2 trae grandiosas canciones, como «Best of Both Worlds», «Black Sheep Boy», aunque más en el terreno de crooners como Tom Jones o Gary Puckett. «Plastic palace people» es el track que le guiña al mundo y les asegura que en realidad Scott ya es otra persona.

Scott 3 -mi favorito personal- finalmente libera al monstruo que lleva dentro, y como cubetazos de agua fría consecutivos, anuncia la tan cantada transición. «It’s raining today», «Copenhaguen, «Rosemary» y «Big Louise» son contundentes afirmaciones de ese nuevo camino a seguir. Bombardeos de 1:30 a 2:30 minutos que dejan sediento al escucha, y no exhausto por repetitividad. Las guitarras, la batería, los teclados ya practicamente son inexistentes y otro sello de la casa, el cambio de las bases tónicas, se hace más presente aún.

En los primeros 3 «Scotts» aparecen covers de Jacques Brel -ídolo y role model innegable de Scott- a manera de relajar una atmósfera que puede tender a la pesadez. En Scott 4 todo tributo a Brel desaparecerá.

En Scott 4 la guitarra acústica reaparece, y un aura de las viejas canciones crooner también, pero ahora todo el contenido es propio, y la recepción en ventas fue pésima. Scott se pelea con su manager, con la disquera. Produce discos prescindibles, de relleno, que él mismo denomina como parte de su peor etapa creativa. Su fama llegó a ser tal que la BBC le dio un programa de televisión, pero en persona, el británico-estadounidense ya tenía fama de evasivo frente a los fanáticos y más fanático de las desapariciones ante propios y extraños.

Amigo de la oscuridad

Desde Scott 4 hasta Climate of the Hunter no pasaron grandes cosas musicales en su vida. Al contrario, se alejó de sus amistades tradicionales y productores asociados, pero se acercó a la bebida y a otros personajes icónicos que después reconocerían su influencia, como David Bowie o Goran Bregovic.   

La gran espera termina en 1996 con la grabación de Tilt. Disco que llega como un ladrillazo en la cabeza. Más parecido a un recital de cantos celtas; coqueteos con el canto gregoriano, con ligerísimas reminiscencias de la orquestación del típico crooner sesentero. Parece como si Scott cantara adolorido, debajo de su tumba y un grupo de adolescentes lo visitara de noche en Halloween tratando de exhumarlo.

En The Drift (2006) la misma oscuridad persiste, pero se sienten otras influencias. Imposible no pensar en el segundo King Crimson -el de 3 baterías en vivo, ritmos complejos y guitarras eléctricas disonantes-.

El legado

Desde ese 2006 hasta la fecha, Walker siguió trabajando aquí o allá, en diversos proyectos, ya totalmente resignado -y cómodo, al parecer- a las sombras; viendo crecer el culto que numerosas figuras le rindieron en retrospectiva.

Gracias al file-sharing y globalización, su nombre sale a relucir ante grandes audiencias, pero no por alabanza propia -que termina siendo vituperio- sino a través de voces calificadas como la de Mikael Akerfeldt -cantante, compositor y dueño del grupo de metal progresivo Opeth-, o la del propio David Bowie, quien financió el documental 30th century man para exhibir -en el buen sentido- al genio y figura que optó por la academia, el autoencarcelamiento y el viaje introspectivo, en lugar de la BBC, los escaparates y la figura pública.

Este 25 de marzo de 2019, Scott Walker perdió la vida. Y no dudamos por un instante, que en sus últimos momentos de conciencia, haya dado una vuelta por el top 100 de Spotify o sintonizado el cadáver de MTV recitando unas palabras clásicas antes de soltar el control remoto y morir… «El horror… el horror»…