Gorilas en la niebla

Coco sin límites

Viendo Coco, me llamó muchísimo la figura de una pareja que estaba a unos cuantos asientos de mí.

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OPINIÓN

Viendo Coco, me llamó muchísimo la figura de una pareja que estaba a unos cuantos asientos de mí. Ella con una blusa crema, él de camisa azul. Los dos muy arreglados, sin comer palomitas ni refresco ni nada, simplemente disfrutando.

Por: Gabriel Contreras

Mi amigo Sergio Becerra es un especialista del sonido. Su casa es una cueva de música. Por años, me ha sorprendido por sus observaciones en torno al microfoneo o los efectos sonoros generados para tal o cual película. Incluso, he llegado a pensar que asiste al cine y, estando ya cómodamente sentado, en secreto, y sin que nadie lo sospeche, cierra los ojos y consume la película con un sector del cerebro que no corresponde al área occipital, como lo manda Dios. De veras, es como si realmente le importara mucho más lo que escucha, que lo que ve. Sergio es así, es un tipo raro, en serio, buen amigo, pero enamorado siempre de voces, timbres, chucherías del ruido. No es fácil conversar con él. Oye de más, o de menos. Toda una vida dedicada a realizar o coordinar grabaciones de audio. Qué remedio.

Pues sucede que este lunes, sin saber ni cómo, fui a meterme al cine. La verdad, tengo unas ganas adolescentes de ver El charro negro y Crimen en el Expreso de Oriente, pero de momento solo está disponible Coco, que me parece algo que ha generado grandes olas de publicidad, obviamente.

Pero no solo publicidad: esta película pudiera ser interesante para el público de nuestro país, porque continúa una ruta de acercamiento a la imaginación mexicana que dio comienzo en El libro de la vida, pero que en el fondo tendría que remitirnos a autores extranjeros de gran peso, como el alemán Bruno Traven, o el británico Graham Greene, o el español Luis Buñuel.

Ahora, las compañías Disney y Pixar quisieron también, como esos grandes creadores de antaño, asomarse a la mitología mexicana y poner su grano de arena en la edificación de la fama de México. Eso no está mal. Pero nada es gratis. El costo de ese favor es mostrarnos a este país como una estampa, cruza de mariachi con alebrijes, calaveras y veladoras. Además, se establece un barrunto de raíces y objetos culturales, que uno se atreve a pensar en la palabra bodrio. O sea, se fuerzan las tradiciones de modo que cuadren con el guión, y al final de lo purépecha no queda casi nada, porque el público se conforma con unos mariachis jaliscienses que, por esta única ocasión, se atreven a cantar desde Michoacán. Eso tampoco es mentira, pero es, digamos, el fruto de unas cuantas verdades a medias, como ocurre en las películas del viejo oeste, que dibujaban una Arizona que acababa siendo, minuciosamente: Durango.

Ahora bien, me gustaría contarles de Coco a partir de un caso muy similar al de Sergio Becerra, pero, vaya, no se trata de un especialista del sonido, sino de alguien que no tiene más opción que escuchar.

Va la historia. Viendo Coco, me llamó muchísimo la figura de una pareja que estaba a unos cuantos asientos de mí. Los dos en silencio y sin tocarse casi. Él y ella, de unos 25 años. Ella con una blusa crema, él de camisa azul. Los dos muy arreglados, sin comer palomitas ni refresco ni nada, simplemente disfrutando. Cuando los vi, me tallé un poco los ojos, porque pensé que aquello era una idea mía, o que era un simple gesto de exotismo, de él. Pero no. El portó lentes obscuros a lo largo de toda la película. Y al terminar, ella lo ayudó a andar su camino, además de que desplegó su típico bastón de aluminio mientras salían de la sala.

Tengo muchos años, muchos, y por tanto he visto de todo. Pero les juro que es la primera vez que veo a un hombre ciego ir al cine. Eso nos habla, claro, de la fuerza creativa de Coco. Es tan interesante, tan fuerte, tan llamativa, que “hasta los ciegos quieren verla”. Un acto muy lógico, si nos ubicamos en el plano del realismo mágico, por supuesto. Y no lo digo con ironía o con sorna. Lo digo, porque en realidad estaba yo muy cerca de la pareja, y pude notar cómo aquel hombre, que estaba “viendo la película sin verla”, como hace Sergio Becerra, la disfrutó como nadie. Pude notar claramente cómo su sonrisa brotaba en el momento justo, y cómo se aferraba a las manos de su compañera en los momentos claves. El cine es así. Ya lo decía García Riera: “El cine es mejor que la vida”. El cine es cosa de verse, incluso si careces de la vista. Para el cine, amigos, no hay límites.