Gorilas en la niebla

La insólita manía de escribir

El desarrollo tecnológico y la explosión constante de las herramientas digitales nos permiten ver casi como una curiosidad el acto de escribir en el sentido tradicional de la palabra.

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OPINIÓN

Ternura y distancia, esas son dos posibles reacciones ante el perfil de lo que en el siglo pasado, y sobre todo durante el siglo XIX fue considerado como todo un oficio artístico: la escritura de ficción.

Hoy, el desarrollo tecnológico y la explosión constante de las herramientas digitales nos permiten ver casi como una curiosidad (o incluso como una terquedad) el acto de escribir en el sentido tradicional de la palabra. Primero, por una cuestión de meras herramientas. Es decir, hoy es punto menos que irrelevante la existencia de lápices, plumas, libretas y borradores. Esos instrumentos en realidad son ya meros vestigios, figuras pertenecientes al mundo arqueológico, cuya persistencia nos habla más de un retraso que de una utilidad. Segundo, porque el acto mismo de escribir a través de un teclado está a punto de desvanecerse gracias a la asociación operativa entre voz y texto. Y tercero, porque el soporte, archivo y transmisión y compartición de archivos de papel es punto menos punto más que obsoleta.

Sin embargo, al mismo tiempo surgen posibilidades de expresión de alto potencial e inmensas perspectivas: por ejemplo, la posibilidad de escribir directamente sobre una proyección (donde quiera que esta se ejecute) o bien el sueño (no imposible) de hacer de la holografía un soporte de textos. Ante ese panorama, no sería necesario usar cuadernos, ni pantallas, ni los dedos, y quizás ni siquiera el cuerpo para escribir. El ideal podría ser (es solo un ejemplo) escribir con el cerebro conectado a un proyector de hologramas.

Y lo más asombroso es que frente a ese panorama, que es global, y que ha puesto sobre la mesa a la escritura de código como la reina del pensamiento digital, hay quien insiste en forjar versos, o pequeñas historias sobre papelitos impresos, y sueña (impunemente a veces) con hacer de eso una “carrera” o un “oficio”.

Frente a eso, surge de inmediato esta mezcla de ternura y distancia, que acabará, más temprano que tarde, por desaparecer y dejarle el escenario completo al irrenunciable privilegio del mundo digital. Ese mundo en el que las caricaturas tienen grandes ojos, faldas cortas, inmensos senos a medio asomar, el cabello lacio, hablan en japonés y cantan en coreano.