manual de carroña

«Manual de carroña»: elegancia callejera

El escritor y periodista Alejandro González Castillo nos entrega en su libro de crónicas 12 piezas de carroña exquisita rebosantes de gusanos, pus y rock and roll.

En 1853, Manuel Antonio Carreño publicó el Manual de urbanidad y buenas maneras, un texto que sería conocido a lo largo de la historia únicamente como el «Manual de Carreño». Dicha obra que, según el autor, se asumía como un compilado de los deberes del hombre de bien para con su familia, su patria y consigo mismo, también contenía normas generales sobre cómo comportarse decente y civilizadamente en sociedad.

El éxito de este manual fue tal, que incluso hoy día, de vez en cuando, se cita para dirimir alguna duda con respecto a la pertinencia de determinados comportamientos. Obvio, si se trata de una “persona decente”, pero ¿a dónde acuden aquellos que le han empeñado el alma al de los cuernos y las patas de cabra para saber más o menos hacia dónde dirigirse? Esos que han adoptado el rock and roll como religión: un credo laico, al final tan inútil como cualquier otro, pero infinitamente más gozoso. Qué clase de manual iba a alumbrar a quienes han tenido que escuchar desde la banqueta del antro la actuación de la banda que los ha hecho azotarse hasta sangrar con las afiladísimas púas de un chayote; los que han buscado encontrarse en directo, como si de un Santo Grial se tratara, con su artista favorito, solo para terminar extraviándose en los polvos del desierto.

El escritor y periodista Alejandro González Castillo parece tener la respuesta en su Manual de carroña, libro de reciente aparición, en donde el autor nos entrega 12 piezas de carroña exquisita rebosantes de gusanos, pus, excremento y rock and roll. Un manual distinto y acaso, por su honestidad descarnada, de mayor estatura moral que el de Carreño, pero sin duda no apto para cualquiera. Porque si aquel estaba escrito para servir de guía a las personas “decentes”, el de carroña está destinado a convertirse en el faro que le muestre el camino a los de espíritu sensible pero salvaje a la vez. Así que no hay reglas de etiqueta a cumplirse por aquí. Los personajes que deambulan por estas crónicas guacarean, se subliman, sangran y se cagan en los pantalones, mientras el soundtrack de sus vidas deja caer tanto a Belafonte Sensacional como a Sir Paul McCartney; a Mujercitos y a Low; A Flaming Lips y a Jaime López.

Alejandro lleva al lector a recorrer junto con él, decenas de sitios donde el rock es el combustible que pone a orbitar cuerpos y conciencias. Desde los agujeros más sórdidos de la CDMX hasta algunos bares cutres de Europa

Forjado a partes iguales entre las duras calles de la Ciudad de México y una erudición pop, alcanzada tras largos años de acumular pavimento, lecturas, conciertos y colaboraciones en todas las publicaciones musicales que han existido en México (al menos durante los últimos 15 años), Alejandro parece desmarcarse desde el título de esta, su ópera prima. Desmarcarse de quienes ven la realidad detrás de un cristal, como si de un zoológico se tratara, o peor aún, desde un dron, como han hecho muchos escritores extranjeros o del interior de la república, que han pretendido tratar de contarle a los chilangos cómo es su propia ciudad. Deliciosa la explicación de porqué él concibe a la crónica como una perra en brama, en contraposición al ornitorrinco que en el género ve un bienpensante como Juan Villoro.

Porque Alejandro vive, o mejor dicho sobrevive, en la periferia del ex DF. Justo a las orillas de la populosa colonia Martín Carrera, y desde ahí se mueve todos los días para recorrer los intersticios de la ciudad, sus fangos y sus oasis, en búsqueda de sonidos y personajes que estimulen su pluma y su oído, para crear ese particularísimo estilo de periodismo que lo ha llevado a distinguirse, en un medio plagado de neófitos y reporfans, en el peor caso, o de «escritores malditos», en el mejor, que de un día para otro se creyeron el Simon Reynolds de la crónica rockera mexicana.

Foto: Arturo J. Flores

En ese sentido, en Manual de Carroña, González Castillo, evoluciona del periodista formal y correcto que narra con deslumbrante sobriedad conciertos y charlas con músicos, en publicaciones de variada laya y anuarios como la Bitácora del Auditorio Nacional, para convertirse en un auténtico cronista rockarroñero (término acuñado por su editor, el incansable J.M. Servín, artífice de la serie Fábrica de Monstruos de Producciones El Salario del Miedo, que edita el libro). Un cronista que se refocila despreocupadamente, con los cachetes manchados de sangre, en los restos de una fuente que parece condenada sin remedio a desaparecer, ahogada entre la estulticia de los medios y un público incapaz de leer más de dos párrafos de un tirón: el periodismo de rock. 

De esta forma, Alejandro lleva al lector a recorrer junto con él, decenas de sitios donde el rock es el combustible que pone a orbitar cuerpos y conciencias. Desde los agujeros más sórdidos de la CDMX hasta algunos bares cutres de Europa, pasando, por supuesto por el Foro Sol, el Estadio Azteca y el Auditorio Nacional e incluso por las mazmorras del Alamey, la estación de policía del meritito Monterrey, en donde pasó recluido una noche por andarle quemando las patas a Satanás en vía pública. Asimismo, conoce, a través de sus ojos, aspectos poco conocidos de personajes legendarios como José Agustín, quien en chanclas y bermudas va a traerle unas cervezas o el estrambótico brujo Javier Bátiz, con quien comparte una botella de tequila en Tijuana, e incluso se entera del lapidario mensaje que un día, dirigido a todos sus amigos dipsómanos, le diera José José: “Ay, Dios mío. Ya no se lastimen más”.

Si bien el hilo conductor de las crónicas contenidas en este manual es el rock and roll, lo que acontece  mientras los artistas se descosen en el escenario o frente a la grabadora del periodista, es lo que les da sustancia: el vasto mundo interior del autor

Si el objetivo del autor fue, como lo afirma en la introducción al libro, “sacarle una sonrisa al lector”, éste debe darse por satisfecho porque conforme se avanza en la lectura de estas crónicas que abrevan de lo mejor de la literatura de la Onda y de la gran picaresca mexicana, así como de la crónica rocanrolera de altos vuelos. Uno ríe a carcajadas de la misma manera en que se conmueve profundamente ante la comunión que se desata entre un padre y un hijo que atestiguan juntos por primera vez el milagro sónico y emocional de ver a los Rolling Stones tocando en vivo.

En resumidas cuentas, Manual de carroña es el testimonio vital, gozoso y desencantado a la vez, de un intenso periplo que ha llevado a su autor lo mismo a fracturarse tibia y peroné durante un slam en la explanada del museo Rufino Tamayo viendo a Caifanes, que a sufrir una dolorosa ruptura sentimental en un polvoriento pueblo de Texas la víspera de un concierto de Brian Wilson. Porque si bien el hilo conductor de las crónicas contenidas en este manual es el rock and roll, lo que acontece  mientras los artistas se descosen en el escenario o frente a la grabadora del periodista, es lo que les da sustancia: el vasto mundo interior del autor, que se nos muestra con transparencia o el exterior, que muerde y le ladra al lector, como desde un principio advierte González Castillo. 

Un libro de elegancia callejera. Vigoroso y rabiosamente punk. Imprescindible si se está interesado en la escena del rock y de la música pop, de un escritor que promete más, mucho más.


Manual de carroña
Alejandro González Castillo
Producciones El Salario del Miedo
México, 2020