Domingo

| Memorias, historias y crónicas

Ni ponc ni Panchito (parte II)

Jueves veinte de agosto de 1987. El motivo de la expedición: la presentación de un disco acoplado por tres grupos de ponc rock. Síndrome del Punk, Descontrol y Rebel’d Punk se anuncian en el cartel.

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La noche de los muertos vivientes

Lee la primera parte, introducción de JM Servín a este texto.

Jueves veinte de agosto de 1987. 7:45 pm. Ha llegado el momento de que los niños obedientes tomen su lechita y se metan a sus camas. Sobre todo los que viven en la colonia Santa María la Rivera. Museo del Chopo. Una llovizna ácida de mediados de septiembre nos acompaña desde el metro Revolución a este cronista y a un despreocupado espíritu de la noche con corte de mohicano, en el arribo de ambos a la catedral gótica del norte de Insurgentes. El motivo de la expedición: la presentación de un disco acoplado por tres grupos de ponc rock. Síndrome del Punk, Descontrol y Rebel’d Punk se anuncian en el cartel.

Me ve, lo veo.

Me ve, lo veo.

-Sssssssss

-Sssssssss

Y cada quien sigue su camino en silencio al lugar que nos convoca.

El previsible tumulto brilla por su ausencia, tan sólo algunos guardianes del museo custodian los portones. Mirando hacia arriba, las torres del museo parecen un par de hipodérmicas listas a inyectar adrenalina a la nutrida asistencia que aún no se decide a entrar. En el atrio, a un costado de la entrada principal hay unos sujetos que parecen muy entretenidos hablando con un grupo de pelones con chamarras de cuero negro con una enorme «A» dentro de un círculo pintada en la espalda, botas militares y pantalón de mezclilla rasgado y negro. Es el uniforme obligado para esta noche.

En un principio supuse que el par de sujetos serían los encargados de la venta de boletos, pero lo que en realidad les ocupa es la promoción y venta del disco a presentarse. Minutos antes, las puertas del recinto habían sido profanadas por la turba enardecida. Las autoridades del museo decidieron dejar el paso libre para evitar desmanes.

Ingreso al foro como si fuera una botella de caguama vacía que flota en medio de una marea de impetuosos fans de Rebel´d punk que no están dispuestos a escuchar el toquín desde la calle. Estamos apenas a tiempo. Todo mundo entra sin pagar.

En el «Foro del Dinosaurio» la música se escucha cacofónica, esquizofrénica como una amarga pesadilla. El asalto a las gradas es prácticamente imposible. Decenas de tipos con aspecto de zombies abarrotan el lugar. Botas negras, chamarras de cuero, pantalones a cuadros tipo “príncipe de Gales” y camisetas rasgadas, cabezas afeitadas, maquillaje blanco y tatuajes por dondequiera me hacen pensar que estoy inmerso en La Noche de los Muertos Vivientes. Danzan, gritan y se contorsionan a un ritmo machacante, diabólico; casi por encima de los músicos apretujados con el equipo de sonido en el pequeño entarimado.

En los pasillos el tránsito de zombies mohicanos con largos picos de pelo tieso, se compone de quienes deambulan sin mayor pretensión que descubrir si hay alguien que le haga sombra a sus fúnebres atuendos de gala y los que soliloquean en apariencia indiferentes, la “mona” y el “activo” son buenos conversadores. Síndrome del Punk alborota el camposanto. Es noche de terror y ponc para «Discos Cobra».

Las fallas en el audio son un incentivo para que el entusiasmo no decaiga, es tan indispensable como la noche a los vampiros; para el ponc rock lo que menos importa es la high fidelity, qué tan limpio sea el sonido o el talento de los músicos. Cualquier tipo de virtuosismo hace perder credibilidad. Lo esencial es generar adrenalina en su estado más primario, salvaje. El manejo de los instrumentos se hace con nociones mínimas de lo que es un 4×4, es intuitivo casi por completo. Como meter una guitarra, una batería, un bajo y la voz en un molcajete y ahí machacarlos. Lo que quede será el ruido que distingue al grupo en turno.

El esqueleto metálico del Dinosaurio sirve de tribuna improvisada y plataforma de clavados ante su propia incapacidad para dar cabida al sobrecupo. La temeraria fanaticada repta en las alturas arriba del graderío desafiando a las estacas de acero en la búsqueda de un mejor punto de ataque. Algunos, sin controlar su sed de sangre, se dejan caer en un acto ritual de autosacrificio. Abajo ya los espera su grey volcada en sí misma para rendir tributo a su maniaca identidad grupal. No falta un madrazo en seco en el cemento liso y bien pulido. Fieles a su condición de indestructibles no hay heridos ni fracturados, si acaso alguna torcedura que obliga a cojear, lo cual sólo hace más original la danza colectiva. Sobre el escenario y frente a este hay una orgía de empujones, escupitajos y patadas. Así se baila el ponc en ese “Jueves de rock en el Chopo”

Es casi imposible distinguir a quienes tocan de los que danzan (el pogo sería un baile demasiado fresa para estos temerarios adictos a las contorsiones), a no ser porque los de Descontrol cubren sus rostros de blanco maquillaje. «Aviéntense todos» es el himno de batalla (bendito seas Eddie Cockran donde quiera que estés) y al pie de la letra se acepta la invitación. Esta misma oda la interpretarán los tres grupos, diferencias entre una versión de otra sería pedir sensatez donde ésta es enemiga declarada de la locura.

Un observador profano podría creer que películas como Mad Max antes que ciencia ficción son parte de un boletín policiaco enviado por la embajada de Australia a sus símiles mexicanos. Pero no, lo que hay a la vista es un sector de jóvenes en su mayoría habitantes de las periferias urbanas más jodidas identificados con la resaca de un movimiento musical que data de 1976. A México todo llega tarde, pero llega para reinventarse con una vitalidad extraordinaria. Son algo así como herederos de una subcultura que más allá de su etapa seminal, desmadrosa e impugnadora, no propuso nada nuevo. Forman parte de ese magma peligroso y para las buenas conciencias repulsivo denominado como «Banda».

«Renovarse o morir» quizá sea la frase que mejor explique lo que ocurrió con esa generación. Lemas como «No hay futuro», «no confíes en nadie que rebase los veinticinco años» o «Los sentimientos están podridos», reclutan a los presentes en el foro dentro de las huestes de los santones Johnny Rotten y Sid Vicious, integrantes del grupo fundador Sex Pistol. Vicious es un caso peculiar, es el único ponc hasta hoy que ha muerto por sus convicciones, victimado por no saber como enfrentar el aparato mercadotécnico que se enriqueció a costillas de él y del movimiento, su comportamiento y excesos suicidas son el Nuevo Catecismo para los desposeídos de las manchas suburbanas mexicanas. Vicious representa la gran estafa del rocanrol, un tipo que de la nada llegó a la fama y se convirtió en símbolo de un movimiento precisamente por tener la imagen y actitud que necesitaba para legitimar la banda de rock a la que pertenecía. Para los poncs mexicanos sería un lujo asiático pretender morir de sobredosis de heroína. Es la champaña de las drogas duras.

Los zombies han sitiado el Foro del Dinosaurio.

No hay ningún asomo de violencia contra los asustados vigilantes del museo ni entre los mismos asistentes al toquín, gritar, correr, revolcarse y escupirse se acompaña de cerveza en bolsa y «toques» de mota a discreción. No pasa de ahí. Los empleados del museo vigilan a prudente distancia no sin recelo, aunque nada es nuevo a sus ojos. Ya otras veces han sido cancerberos de este tipo de aquelarres. Si alguien se tomara la molestia de informarles a las autoridades las normas de etiqueta, sabrían que por lo general los poncs no son violentos, su actitud los conduce casi involuntariamente a comportarse como «Anita la huerfanita» en su versión niños de la calle. Su presencia retadora funciona para que ellos mismos absorban una rudeza fugaz.

Los consentidos del respetable son Rebel’d  Punk, a quienes corresponde cerrar la noche. Durante un buen rato tocan con muchas ganas y poca sincronización, pero eso es lo de menos, en estos casos lo único que se pide es que se deshagan en el púlpito, y tanto ellos como su secta lo lograron con creces.

Después de algo más de dos extenuantes horas la batahola termina sin daños graves que lamentar y el «Dinosaurio» comienza a vomitar zombies. Afuera ha dejado de llover, los discos se venden bien y a precio accesible aún para los poncs. Unos jipis infiltrados rinden tributo a Rockdrigo González a través de sus canciones, cantan con una guitarrita de palo a las afueras del museo y piden una coperacha a la banda que pasa de largo, ignorándolos.  Aquí no hay conflicto generacional, si acaso, pecuniario.

Por esta vez, los últimos muertos vivientes desaparecen cobijados por la noche.

Este texto forma parte del libro Nada que perdonar (Mondadori, 2018)
J.M. Servín

(Ciudad de México, 1962) es un escritor autodidacta, periodista y editor. Colabora en medios impresos de circulación nacional, como las revistas Replicante, Nexos Proceso, y coordina el proyecto de periodismo narrativo Producciones el Salario del Miedo. Algunos de sus libros han sido traducidos al francés, y textos suyos forman parte de antologías y compilaciones en México y el extranjero. Ha publicado los libros Cuartos para gente sola (1999, reeditado en 2004, 2010 y 2012), Periodismo charter (2002), Por amor al dólar (2006), Revólver de ojos amarillos (2006, reeditado en 2008), Al final del vacío (2007, reeditado en 2015), D. F. confidencial (2010, con cinco reediciones) y Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos (2012).