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En una página de Sobre la Historia, Eric Hobsbawm plantea que la diferencia entre generaciones es suficiente para dividir profundamente a los seres humanos. Hablar sobre los flujos generacionales siempre resulta problemático, pues implica reconocer que los gustos y criterios con los que uno creció perderán vigencia. ¿A quién le daría gusto descubrir que los parámetros de “rebeldía”, “libertad”, “autenticidad” y “valor artístico”, que uno considera como norma en la música, ya no lo serán para las siguientes generaciones? Como dice la frase del abuelo Simpson: «Yo sí estaba en onda, pero luego cambiaron la onda. Ahora la onda que traigo no es onda, y la onda de onda me parece muy mala onda… y te va a pasar a ti».
En un mismo momento conviven varias generaciones con intereses y motivaciones particulares. Está la generación que va de “salida”, que considera que “las cosas ya no son como antes”, pero que mantiene cierta autoridad por “derecho de antigüedad”. Está aquella que tiene el “poder” en la toma de decisiones sobre los gustos de un campo cultural, pero que se queja de las generaciones “que vienen”. Como contraparte, está la generación que busca el poder y cuestiona el “status quo”, marcando ciertas tendencias emergentes. Y, finalmente, están las generaciones que empiezan a consolidarse y que confrontarán al resto de las generaciones.
Técnicamente, delimitar una generación es más útil para sociólogos, historiadores y publicistas que para el público en general. Sin embargo, declararse afín a una da cierta sensación de autenticidad. Decir que se pertenece a una u otra generación causa tensión entre individuos, y para ilustrarlo está la infinidad de discusiones alrededor del gusto o disgusto de ser Millennial. Por eso, si bien autores como José Ortega y Gasset, Julián Marías, o William Strauss y Neil Howe delimitaron generaciones con el fin de describir tendencias sociales y artísticas, el marketing y la opinión pública han tergiversado su uso.
Mucho se ha escrito sobre la música que acompañaba a los Baby Boomers, a la Generación X, a los Millennials y ahora a los Centennials, como si fueran etiquetas absolutas, rígidas y lineales. Sin embargo, éstas aplican como meras coordenadas para un contexto particular: la clase media estadounidense de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Por esto se complica todo cuando se trasladan sus criterios a otras regiones, como Latinoamérica. Por ejemplo, mientras que en Estados Unidos se vivió la Posguerra, en Latinoamérica se vivió, entre muchas cosas, una modernización centralista. Allá se vivió el jipismo y el rechazo a la guerra de Vietnam, aquí se vivió un folclorismo acompañado de guerra sucia y desapariciones forzadas. Mientras que allá se vivió la digitalización y un auge mediático, como consecuencia de la “globalización”, aquí se vivieron dictaduras, crisis, intervencionismos y un fuerte colonialismo mediático.
Los criterios para valorar conceptos, estilos musicales y artistas cambian con cada generación. Por ejemplo, lo que para una generación representó “lo vulgar”, “lo mediocre” o “lo comercial”, para la siguiente formó parte de un gusto generalizado, tal como pasó con el jazz, el rock y ahora el reguetón. Lo que en su momento encarnó “lo transgresor”, “lo experimental” o “lo extremo”, después se convirtió en un lugar común inocente, e incluso caricaturizable. Y los artistas o discografías que para una generación representaron la “pérdida de autenticidad”, para la siguiente significaron un primer acercamiento a nuevas formas musicales. Y así sucesivamente y al infinito.
Lo interesante de analizar lo anterior es que permite comprender cómo cada nueva generación incorpora, confronta y cuestiona lo que musicalmente le antecedió. Las formas cambian, pero las dinámicas son prácticamente las mismas. Identificar la repetición de discursos y lugares comunes resulta divertido, tal como hizo Woody Allen en la película Midnight in Paris (2011). Pero más que discutir sobre si “todo tiempo pasado fue mejor”, lo importante sería entender cómo ciertos valores se representan una y otra vez a través de varias generaciones, sobre todo para no caer en adultocentrismos y comprender críticamente las dinámicas, inquietudes, necesidades y lógicas de cada nueva generación.
Y la actividad ociosa del día es…
¿Cómo vivieron los estilos musicales ya consolidados las generaciones que nos antecedieron? ¿Qué música se consideraba rebelde, transgresora, cursi o “vendida”? ¿Qué himnos hubo y en qué contextos se cantaban? ¿A qué lugares se solía acudir para escuchar música, y cuál era su lógica? Lo que hoy naturalizamos es resultado de cambios graduales a lo largo de varias generaciones. Por esta razón, valdría la pena encontrar equivalencias y diferencias, además de identificar qué rasgos estilísticos o musicales han sido constantemente criticados o aceptados por varias generaciones. Tal vez eso nos ayude a responder por qué rechazamos, realmente sin fundamentos, ciertas formas musicales.
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