Fascinación por Pitol

Pocos escritores vivos, mexicanos o latinoamericanos, tienen la estatura o el derecho, sin necesidad de simular modestia, para permitirse recibir ese título.

Pocos escritores vivos, mexicanos o latinoamericanos, tienen la estatura o el derecho, sin necesidad de simular modestia, para permitirse recibir ese título.

Por: Hugo Valdés

sergio pitol

Un narrador que no había cumplido siquiera treinta años, publicó en 1958 un trabajo que le daría en ese momento la extraña gloria de saberse inclasificable por voz de cuantos apenas vislumbraron, en “Victorio Ferri cuenta un cuento”, la riqueza y complejidad de un universo narrativo que, casi medio siglo más tarde, se convertiría en objeto de culto y motivo de importantes distinciones. Sergio Pitol, en efecto, ha sido el justo merecedor de premios como el Nacional de Literatura en 1994, el Internacional Juan Rulfo en 1999 y el codiciado Cervantes en 2005, sumando a ellos el doctorado Honoris Causa con el que decidió galardonarlo en 2006 la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) y el Premio Internacional Alfonso Reyes 2015.

Pocos escritores vivos, mexicanos o latinoamericanos, tienen la estatura o el derecho, sin necesidad de simular modestia, para permitirse recibir ese título. Bajo pena flagrante de incurrir en una perogrullada, Sergio Pitol tiene como mérito principal ser un escritor. Es decir, un auténtico escritor, una criatura de pluma, un hombre de letras. ¿Y no lo son todos los demás también, multipremiados, capaces de atraer, como la miel a las moscas, a lectores innúmeros que se conocen al dedillo su obra? No en comparación con un narrador que ha sabido ora valerse de la contención y la ambigüedad para maquinar sus primeros cuentos; ora del desbordamiento y la franqueza zumbona para urdir sus últimas novelas, agrupadas en el ciclo El Carnaval, nunca más el privilegio de unos cuantos.

Un tiempo artífice de endiabladas narraciones en las que encerraba historias dentro de otras, acorde al procedimiento de las cajas chinas, presentando a veces personajes que deseaban dejar de ser quienes eran para ser otros, presentando otras narradores indeterminados que intentaban escribir historias ante las que fracasaban pero cuyas posibilidades y sesgos, paradójicamente, podíamos conocer los lectores, aunque fuese en fragmentos; Pitol aventuró un salto hacia un mundo en el que ha sabido moverse con ejemplar soltura y que, en honor a la verdad, aparecía ya prefigurado a lo largo de su obra.

Universo donde nada es lo que parece, pues todo es ambivalente, el carnaval pitoliano convoca a ritmo de vértigo el humor, la ironía festiva y la parodia, escarneciendo en algún momento hasta a su propio creador, siguiendo la consigna de que quien participa en la fiesta debe estar expuesto a la misma suerte que cualquiera de los convidados. Esta apertura al humor le ha abierto en consecuencia las puertas a una oralidad estrafalaria, rabelesiana y lúdica, escatológica y sensual, llena de rodeos y circunloquios: la verborrea de seres nunca del todo sinceros, carentes siempre de algo, ávidos de la cultura como de un ropaje y que, a la manera de un merolico o de un autómata parlante, rumian de modo obsesivo los tropiezos de su pasado para poder definirse.

Pero trátese de El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, de sus predecesoras, El tañido de una flauta y Juegos florales, y por supuesto de la veintena de trabajos que conforman su cuentística, cuyo arte más acabado lo encontramos en la tetralogía Vals de Mefisto (años atrás Nocturno de Bujara); la nota más profunda y perdurable de esta visión narrativa se soporta naturalmente en el lenguaje. De hecho Pitol ha apuntado, en El arte de la fuga: “Para el escritor el lenguaje lo es todo. Aun la forma, la estructura y todos los componentes de un relato, trama, personajes, tonalidades, gestualidad, revelación o profecía, son producto del lenguaje”. Afirmado en una intensa tradición lingüística, Sergio Pitol parecía entonces meditar sobre su propio inclasificable trabajo cuando escribió: “La obra literaria se revela genial cuando su autor acierta a encontrar esa corriente oscura que conlleva vestigios de todo lo enunciado desde que el idioma nace, es decir en el instante en que el escritor siente que transcribe un dictado, cuando la palabra hace su aparición aun antes de ser convocada”.