Rutas de canciones

Pompeya: Ecos de Pink Floyd

En esta ciudad romana que quedó sepultada entre cenizas del Vesubio, la banda británica grabó un memorable concierto en 1971. Yo estoy de frente al Anfiteatro, imaginando que los estoy viendo tocar y sonrío feliz, en medio de grupos de turistas que van y vienen.

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Pompeya es una antigua ciudad romana que quedó sepultada entre cenizas debido a una fuerte explosión del volcán Vesubio. Las huellas de la antigua civilización aún son tangibles; por eso hay que visitarla, para tener un ligero atisbo de los inicios de la sociedad moderna. Sin embargo, para mí, cada vez que escucho Pompeya viene otra imagen antes que los romanos: Pink Floyd. Gracias a ellos supe por primera vez de este lugar, entonces me es imposible no asociar el nombre de la antigua ciudad con el de la banda inglesa.

Salí por la mañana de mi apartamento y caminé hacia la estación central de Nápoles. No seguía ninguna guía, me habían dicho vagamente cómo llegar por mi cuenta y así lo intenté: caminé hasta la estación y ahí tomé el tren cinrcunvesubiano. Casi una hora nos separaba de la ciudad. El tren, al ser regional, iba haciendo una serie significativa de paradas en cada uno de los pequeños poblados que hay entre Pompeya y Nápoles. Era domingo, y eso no lo contemplé hasta llegar al tren, donde se notaba una manada de turistas esperando el mismo destino que yo. Sin embargo como no era tan temprano, alrededor de medio día, la cantidad de personas no era alarmante.

Durante el trayecto se subió un señor junto a su hijo adolescente. Colocaron una bocina con lucecitas que prendían en círculo y lanzaron una pista después de saludar con un “buon giorno”. El hijo adolescente imitaba la melodía de la voz pero con un patrón rítmico que tocaba sobre un djembe, el padre acompañaba con un pandero. Ese solo detalle de instrumentos hacia que la canción sonara diferente, y si no es porque sabía que se trataba de “Despacito”, hubiera pensado que era una buena pieza de lo antes llamado world music. Esto me dejó pensando sobre los prejuicios musicales. Qué tanto me había afectado saber que se trataba de esa canción y los prejuicios que la acompañan. La gente en el vagón disfrutaba, varios se pusieron a bailar en su centro moviendo el cuerpo en un espacio reducido, pero alegres. Debo decir que eso, la canción arreglada de manera inconsciente con el djembe, alegró el ambiente en el tren. Supongo que como música cumplió un fin, aunque esto ocurriera sin proponérselo a bien. Después de pedir unas monedas ambos bajaron del vagón corriendo para alcanzar a subir a otro antes de que volviera arrancar. Dos parejas de norteamericanos los miraron con sorpresa y cierto sentido paternal, como si acabaran de ver algo salido de alguna película exótica.

 Llegamos a Pompeya y solo seguí la marea de gente. En el camino para entrar a las ruinas unos tipos dijeron en italiano que ya estaba cerrado porque había mucha gente, que si queríamos entrar tenía que ser con su grupo guiado. Primero maldije el turismo grupal, aunque sé que yo mismo soy turista, después pensé “listo, me regreso y ando por la ciudad”, pero mi instinto me hizo seguir caminando. Llegué a una fila y me formé. Sí, así sin preguntar ni fijarme para qué era. Estaba cansado y no tenía ánimos de andar investigando. Mejor nadar de muertito y que la marea me vaya llevando. Resultó ser la fila para los boletos: ese día la entrada era gratis, solo tenias que recoger tu ticket en la taquilla. Los otros dos tipos anteriores querían acoplarnos a su grupo de manera chapucera. Mientras hacía fila pasó un hombre de camisa celeste, de tela delgada y cuello coreano, pantalón blanco, casual y lentes negros gritando “¡spagnolo, spagnolo!” Levanté la mano y le dije: “io”. Era un arqueólogo que hacía recorridos en español. «Si te animas, contigo ya completamos el grupo y comenzamos”. Le dije que sí y me uní a ellos. Una vez dentro supimos que habíamos sido los afortunados que logramos entrar de últimos a las ruinas, unos minutos más y nos quedábamos fuera.

Hicimos un recorrido de hora y media donde pudimos ver cómo algunas construcciones han resistido al tiempo y conocer cómo estaba estructurada la civilización romana, con sus tiendas, sus spa (palabra que viene de ahí), sus prostíbulos y las casas de los políticos o gente rica, con mosaicos hermosos. Las grandes avenidas y sus lugares de esparcimiento. Todo muy bien, y el guía resultó ser alguien de conocimiento muy confiable. No hablaba como un merolico que se aprende un discurso sin pestañear, realmente sabía lo que decía y eso resultó muy gratificante. Pero mi visita aún no terminaba. Desde que supe que iría a Pompeya tenía un propósito en particular.

Caminé casi un kilómetro ya sin el guía, avenida abajo, entre antiguas casas y ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad romana. Al final estaba en Anfiteatro, la pieza principal de ese rompecabezas antiguo. Entré por uno de los túneles y no pude evitar pensar cómo se habrían sentido los gladiadores romanos cuando iban a entrar al Coliseo. Aunque claro que este no era el caso. Al cruzar el arco de entrada quedé sorprendido por la magnitud de ese lugar. Lo miré girando lentamente en 360 grados. No tenía prisa, quería dimensionarle. Una vez que lo observe completo, caminé hacia la entrada que estaba en el polo opuesto, otro arco, y ahí me giré para poder ver de frente e imaginar dónde estaban acomodados los músicos de Pink Floyd cuando tocaron ahí en el 71. Saqué mi iPod (sí, aún tengo uno y lo uso), puse mis audífonos y le di play.

En octubre de 1971, durante cuatro días y una noche, Pink Floyd estuvo en ese lugar grabando lo que sería “Live at Pompeii”, película y concierto de la banda inglesa con una característica muy especial: no había más público que las diez personas ahí trabajando en la producción. Decían que era un anti Woodstock y que buscaban llegar a otro nivel musical dejando que la propia música se mezclara con el espacio físico creando otros ambientes sonoros. Decían que la idea principal era que la música es más importante que una gran audiencia. Es decir, era algo por y para la música. Se convirtió en un clásico de los Floyd y no hay amante de la música que no sepa de este trabajo.

Apareció un sonido agudo de notas dispersas, algo similar al eco en el espacio, o lo que imaginamos de él y el ambiente tomaba otra forma, se movía. Una nota alta de guitarra anuncia el rumbo del discurso que vendrá y la piel se me enchina. Un redoble de batería acompaña los primeros acordes fuertes y sirve de telón para las voces que vienen a continuación vestidas de sicodelia y melancolía. El cuerpo se me acalambra y siento que el corazón se me acelera. Un órgano gira al fondo como si estuviera reciclando el aire que remolinea al centro del anfiteatro. Se abre una puerta en el tiempo, los fantasmas de los antiguos romanos son evocados por el sonido del rock. El espíritu de la historia está sentado sobre el viento escuchando una guitarra que hace arpegios entre efectos de delays y grita en tono de fuzz. Yo estoy de frente imaginando que los estoy viendo tocar y sonrío feliz, tal vez como estúpido, en medio de grupos de turistas que van y vienen.

Una vez escuché a Jorge Reyes decir en una entrevista que cuando tocó en las pirámides de Teotihuacán se despertaron vibras y espíritus muy poderosos con la música que nunca antes había sentido. Pienso en la vibra que debieron haber sentido Waters, Gilmour y compañía tocando en este lugar tan especial. Qué puertas se habrán abierto, qué habrá sido y significado la música en ese momento. Qué sintieron. La canción llega a un intermedio donde hay una ambientación a base de chillidos provocados por guitarras abrazadas a diversos efectos, luego suaves camas de sintetizadores que preparan la llegada de unos tambores que parecen evocar el pasado de una manera tribal. En ese momento una pareja pasa frente a mi. No los escucho pero sé que discuten por el movimiento de manos que hacen. Él toma su mano y quiere dar vuelta a la página. Ella mantiene su mano cerrada, no está dispuesta a eso. Avanzan pero parece que él la lleva a ella, le pesan los pies, pero avanza. Menos de un minuto después lo veo regresar a él solo, caminando a prisa y con la cabeza baja. Qué lugar escogieron romper algo: un anfiteatro romano. Algo de él y ella se quedará ahí encerrado junto a otras miles de historias.

Regresan las voces psicodélicas y pienso que ese tema tiene algo de barroco en su estructura. Respiro hondo. Tengo ganas de llorar. Miro el cielo y tiene un azul italiano. El órgano raspa las paredes de aire y la guitarra se abre camino entre la memoria histórica. Bajan la intensidad para que un piano pueda caminar seguro a paso medio. Poco a poco cada quien va regresando a su trinchera: la música se va despidiendo, los fantasmas caminan en retaguardia, la historia se posa sobre su lugar a reposar. Yo cumplo mi misión: escuchar “Echoes” en el anfiteatro romano donde Pink Floyd la tocó un octubre del 71. Ya me puedo ir.